Hace casi cinco siglos, en un
imperio donde no se ponía el sol, España era pilastra del mundo moderno y Europa se configuraba, iniciando camino que
desemboca en el presente más actual.
El Emperador Carlos I de España y
V de Alemania, ya cansado y con la idea
marchita de un Imperio universal bajo la
‘’tutela’’ de los Habsburgo, se recogía a la vida espiritual en el Monasterio
de Yuste. Lugar donde habría de acontecer todavía, un último suceso que daría mayor
solidez a la monarquía hispánica de Felipe II. Llegaba a tierras de Castilla,
un joven Jeromín sin conciencia verdadera de su identidad. Cuando apenas
contaba dos lustros de vida, se estableció en la provincia de Valladolid, en
Villagarcía de Campos, para educarse como Grande de España y asumir su papel en
la Historia. Un 6 de junio pero de un ya
lejano 1554, el Emperador dictaba una última cédula testamentaria, en la que legaba
a España un hijo ilegítimo, que llegaría a ser un valioso hombre de Estado y de
armas.
Don Juan de Austria, hermanastro
del rey Felipe II, demostró ser un preciado activo en lo que a política europea
se refiere. Comandante de la Liga Santa, mantuvo a salvo la cristiandad del
acoso Otomano en aquella batalla de Lepanto, donde la pérdida de millares vidas
hoy queda eclipsadas por la mano izquierda del más ilustre manco, dramaturgo y
literato de la historia.
Es Bruselas nuevamente, como en
el siglo XVI, una de las plazas estratégicas para las políticas españolas. Un
enclave a defender y donde hacerse escuchar. Salvando las distancias históricas
y circustanciales, Don Juan de Austria y los tercios que comandaba parecían saberlo
bien, pues lucharon de sol a sol y sin tregua, para que en aquellas tierras de
espesa y húmeda niebla de Flandes, estuviera bien presente el reino de España.
Hoy, enmarcados en pleno siglo
XXI, donde las palabras deben ser la única arma de persuasión y en ocasiones, son más
afiladas que el acero. Hemos de comprender que los intereses de España para la
recuperación de esta crisis, pasan por la Unión Europea y Bruselas ha de entender que es nuestro
país, como argamasa y alarife del espíritu europeo y sus valores, una
opinión a tener muy presente.
Además hemos de demostrar como
nación, al igual que ya lo hiciéramos en épocas pasadas, el espíritu de lucha,
sacrificio y rectitud ante las situaciones de adversidad como la actual. Y que
sean nuestros dirigentes, conscientes del compromiso y la austeridad necesaria
que toda la sociedad lleva acabo, los que actúen con valor y virtud ante
Europa.
Porque aunque es más pesada de lo
normal y requiere mayor esfuerzo e ingenio, ‘’pondremos esta pica Flandes’’.
Guillermo Garabito