Hay
poesía en las entrañas de esta tierra, un canto místico y profundísimo que se
eleva en este año memorial.
El
santo es una persona a la que después de muerta le siguen dando trabajo;
maltratando piadosamente. Y los relicarios, a los que tan aficionado era Felipe
II, a mí me despierta ciertos recelos; por respeto al muerto, nada más. Eso de
amputar falanges para conservarlas entre algodones… ya bastante tienen con
hilar todas las oraciones que les llegan allá donde estén para que, además, los
vayan desmembrando con los siglos. A la pobre Santa Teresa de Jesús, que se
pasó la vida sembrando “palomarcicos
buenos” –que no eran otra cosa más que conventos del Carmelo–, creo que
llegado el momento de hacerse eternidad, podían haber dejado sus restos reposar
serenamente. Pero las historias se sucedieron y yo escribo hoy de una de las
últimas. Cuando a la santa de Ávila le robaron el corazón.
Había
muerto ya Teresa de Cepeda y, cada cierto tiempo desenterraban su cuerpo para
seguir asombrándose de su estado incorrupto, de la huella visible de un milagro
y de paso llevarse un dedo o dos, un retal del hábito y años más tarde, cogidas
confianzas, incluso un brazo.
Tres
años después de muerta, la volvieron a exhumar y pasó la noche el cuerpo sobre
el altar del convento de Alba de Tormes. A la mañana siguiente, cuando la
superiora fue a ver el cadáver de la santa, descubrió que le habían robado el
corazón. Gotas de sangre en el suelo, recientes y frescas, la llevaron directa
a la celda de una de las legas del convento. Y es que esta
lega debía de haber leído a Santa Teresa por encima y no haber entendido nada
en los versos que dicen: “Veis aquí mi corazón, / yo lo pongo en vuestra palma”
y decidió, literalmente, llevárselo de reliquia.
Guillermo Garabito.
Publicado en ABC. 28 de febrero de 2015