El
problema de meterse a revolucionario, es la incertidumbre. La inquietud
obsesiva sobre si al final aquello vale para algo o todo quedará en nada. Los españoles, que somos revolucionarios de
café y pincho de tortilla nada más que treinta minutos al día, gastamos nuestra
indignación, porque el español funciona a ‘’venadas’’, en las redes sociales en
vez de buscar mecanismos para echar a los listos de turno.
El
otro día mientras esperaba al autobús, escuchaba la conversación de dos
imberbes que decían: ‘’ ¿Has visto que jodieron a pedradas el árbol de Navidad
de donde mi tía? ¡Deberíamos hacer lo mismo con los grandes del centro!’’ Y a
mí que en las paradas me entra la locuacidad, les pregunté que esperaban conseguir con eso. Filosóficos, a la par que
meditabundos, me respondieron que fastidiar al alcalde… ¡angelitos! Triste
realidad de muchos, que sólo les da por hacer la revolución a cantazos por
incordiar. “Para aquellos energúmenos era lo mismo ensamblar las piezas de un
puzzle, a fin de formar un cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos, al
objeto de crear un puzzle.”
Inevitablemente
se me va la cabeza a cuando Iglesias, Errejón y compañía, lanzan titulares como
‘’el cielo no se alcanza por consenso: se toma por asalto’’ y uno se da cuenta
de que no se saben hacer revoluciones civilizadamente.
El
problema de meterse a revolucionario es quedarse para siempre en el asunto, no
de inconformista que es lo suyo, sino con el estómago vacío y a la testa,
ceñido el populismo.
Julio Camba, mordaz para estos asuntos, decía que tanto con unos o con los otros ‘’la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado’’. Rajoy, desaparecido y disimulado, como no da perfil de estatua clásica, anda mirando a ver sí por lo menos vale para momia, mientras lo envuelven los casos de corrupción y lo embalsaman las circunstancias.
Guillermo Garabito
Publicado en ABC. 21 de noviembre de 2014