martes, 14 de julio de 2015

Hasta septiembre


Por las puertas del jardín van entrando amigos y guitarras con canciones e incluso versos. Y se pasean los gatos rondando al fulgor que destiñen las copas de madrugada. Hay una nostalgia acelerada de un tiempo mejor –que es ahora y se pierde–.

Tengo dos lechuzas con sus crías y una casa solariega que le hubiera gustado a León Felipe, exiliado y apátrida. Hay también unos lirios juanramonianos y dos “cocos de luz”, que decía mi abuelo, en un poyete sombreado.

Mi jardín es ajeno a los dramas helenos y le recuerda la crisis un amigo que me dice que veces piensa que “Grecia es un país demasiado bonito para estar en manos de los griegos”, mientras sigue contemplando el horizonte rosado de Torozos que se desparrama por encima del tapial. Allí, a lo lejos, también tenemos ruinas de otras civilizaciones pretéritas. Y las columnas de mi jardín, de algún Partenon menos añoso, monacal y provinciano, se estremecen. Quizá a Grecia se le haya gastado la democracia por antigüedad, de tanto usarla. Entre tanto a nosotros, jóvenes confusos, que les teníamos como modelo milenario, nos surgió un Pablo Iglesias vendiendo ser el camino para imitar la “nueva democracia” helénica.

De hace dos días a esta parte se ha perdido la señal del móvil que llegaba a mi jardín como un Ulises a la deriva. En verano hay demasiados planes pendientes, demasiados libros por leer que se apilan en un rincón del jardín como hojas caídas prematuramente de una lista vital de obras imprescindibles. El jardín, en ocasiones, también es un teatro griego clásico, pero a su aire, con su forma –sin forma–; con Romeo, e incluso con Julieta.


“La verdadera patria de hombre es la infancia” escribió Rilke; a falta de un jardín y un verano, que es donde se concreta todo. “La felicidad es una cosa que ocurrió una vez” en jardín, casi seguro. 

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC el 10 de julio de 2015

¡Adiós, bolardo!


En la bella Valladolid, donde situamos nuestra escena: Érase un bolardo a un coche incrustado / érase un destrozo superlativo / érase este un problema casi vivo. Lo del bolardo era una jodienda repentina que se llevó por delante titulares y algunos coches; perdí la cuenta en la treintena. Un “aquí se queda” (del anterior alcalde) porque lo digo yo. Propuso Saravia, con gracia y mala leche, llevar tan macabra reliquia al Museo de Valladolid. Ya puestos, que se le resérvese un nicho en el panteón de ilustres...

Me acerqué el miércoles de atardecida, al enterarme de la notica, para mostrar mis condolencias antes de que lo jubilen para siempre. El suyo era un oficio mal pagado. Acto seguido cruce la plaza camino del Zorrilla –que soy hombre de plañir breve y escueto– para ver Romeo y Julieta. Representación final de los alumnos de la Escuela Superior de Arte Dramático. Sorpresa la mía al llegar y enterarme de que era una versión que rayaba la comedia, una “tragiclownmedia” bien escenificada, con Julieta adolescente colgada del teléfono en una Verona revisada y bien traída. 

William Shakespeare, en tarde veraniega, hubiera preferido reírse con su obra, que tanto dramatismo lóbrego y amores condenados le llevan el ánimo a cualquiera. El humor es patrimonio del alma y si es cierto que reírse alarga la vida los presentes allí ganamos algún minuto a la parca. Al menos nos fuimos a casa de buen humor, que ya es más de lo que hacemos otros días. Con jóvenes actores como estos el futuro del teatro tiene buen augurio. Al otro lado, en la Plaza Mayor, todos miraban el pádel.

El bolardo fue noticia nacional en repetidas ocasiones. Incluso tenía su club de fans en las redes sociales, porque el aburrimiento a todo mueve. Fue, mientras duró, un drama, casi un clásico.


¡Adiós, bolardo, adiós! ¡Fuiste “un triste juguete del destino”!

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC el 19 de junio de 2015