Por
las puertas del jardín van entrando amigos y guitarras con canciones e incluso
versos. Y se pasean los gatos rondando al fulgor que destiñen las copas de
madrugada. Hay una nostalgia acelerada de un tiempo mejor –que es ahora y se
pierde–.
Tengo
dos lechuzas con sus crías y una casa solariega que le hubiera gustado a León
Felipe, exiliado y apátrida. Hay también unos lirios juanramonianos y dos
“cocos de luz”, que decía mi abuelo, en un poyete sombreado.
Mi
jardín es ajeno a los dramas helenos y le recuerda la crisis un amigo que me
dice que veces piensa que “Grecia es un país demasiado bonito para estar en
manos de los griegos”, mientras sigue contemplando el horizonte rosado de
Torozos que se desparrama por encima del tapial. Allí, a lo lejos, también
tenemos ruinas de otras civilizaciones pretéritas. Y las columnas de mi jardín,
de algún Partenon menos añoso, monacal y provinciano, se estremecen. Quizá a Grecia
se le haya gastado la democracia por antigüedad, de tanto usarla. Entre tanto a
nosotros, jóvenes confusos, que les teníamos como modelo milenario, nos surgió
un Pablo Iglesias vendiendo ser el camino para imitar la “nueva democracia” helénica.
De
hace dos días a esta parte se ha perdido la señal del móvil que llegaba a mi
jardín como un Ulises a la deriva. En verano hay demasiados planes pendientes,
demasiados libros por leer que se apilan en un rincón del jardín como hojas
caídas prematuramente de una lista vital de obras imprescindibles. El jardín,
en ocasiones, también es un teatro griego clásico, pero a su aire, con su forma
–sin forma–; con Romeo, e incluso con Julieta.
“La
verdadera patria de hombre es la infancia” escribió Rilke; a falta de un jardín
y un verano, que es donde se concreta todo. “La felicidad es una cosa que
ocurrió una vez” en jardín, casi seguro.
Guillermo Garabito.
Publicado en ABC el 10 de julio de 2015