domingo, 27 de septiembre de 2015

El mal de uva

La vendimia es un trabajo del que protestarían hasta los galeotes.  Y a mí, que me gusta el buen vino, después de estos días confesaré que he aprendido a valorar hasta el Don Simón.

Castilla es por estas fechas un mar verde de majuelos y vides viejas que sueñan, pesadas, con ser buen vino. Dicen los bodegueros que viene la uva con menos kilos, pero con mejor calidad. Y uno piensa “Cómo no va a ser buena, la estoy recogiendo yo toda...”

Los vendimiadores son cuadros de Vela Zanetti a contraluz.

Perdonen que les hable de uvas, pero cuando miro los párrafos de este artículo me acongojo porque solamente veo hileras de letras que vendimiar. Hay que ser polifacético en este mercado laboral de trabajos-lentejas y a mí, que nunca me había interesado el vino más allá de en una copa o en una bota dependiendo de la ocasión, este septiembre me ha dado por ir a la vendimia. A trabajar, claro está. Y llevo unos días donde sólo puedo ver hileras en lontananza sin principio ni final.

La cepa es toda ostentación peripuesta de perlas moras, que se engarzan a los sarmientos sin otro fin que darle la mañana al jornalero.

Me lo habían avisado: “Junto con las patatas la vendimia es de los trabajos duros del campo”. Un amigo que un año recogió la remolacha acabó con el síndrome del “lomo doblado”. Me contó un hermano suyo que por las noches, días después de acabada la faena, se levantaba sonámbulo y salía al jardín y allí, sobre la nada, doblaba el espinazo para recoger remolachas imaginarias. Los hermanos, reunidos, se reían mientras le dejaban hacer a su aire. Por la mañana, mi amigo se quejaba de que la espalda le dolía todavía más que el día anterior. Sabiéndolo me ataré a la cama.


Los vendimiadores estos días, con el covanillo al hombro, somos cuadros de Vela Zanetti a contraluz. 

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el 25 de septiembre de 2015.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Vuelva cuando exista

Se levanta uno por la mañana y no existe. Con esa facilidad.

Iba yo a solicitar el número de la Seguridad Social cuando, al buscar en su sistema, el funcionario me dice que no estoy. Imagínese la sorpresa. “¡Pues usted no existe!” Y ya está. De sopetón no sabe uno que pensar o que hacer y a qué atenerse. Pero, más todavía que el no existir, me inquietó el cuajo con el que lo aireó el funcionario, como si fuese aquello lo más normal del mundo.  

Debería existir asociación para los no existentes; reuniones periódicas con asesoramiento legal o simplemente para superar el trauma del primer momento.  

“Si nunca he tenido ningún problema de estos”, me disculpé. “Ya, pues no sabría decirle exactamente. Ve, aquí tenía que salir su cara y no aparece”, insistía el hombre. Qué cosa tan extravagante esta de la no existencia. Yo que siempre quise ser estraperlista, ladrón de bancos o así, me delaté antes de empezar con el oficio. Tenía en bandeja no dejar rastro, pero se ve que no valgo. “Es que usted no existe”, repetía. ¡Pero como no voy a existir, si llevo esperando dos horas ahí sentado!  Toque, le decía extendiéndole el brazo. No sé, pulse alguna tecla… haga algo.

Como Sartre, padre del existencialismo, este funcionario escéptico, de jueves por la mañana, se había convertido en el precursor del inexistencialismo.

Con cierto susto por lo grotesco llamé por teléfono: “Madre, que no existo; lo asegura un funcionario” pero ella me colgó diciendo que estaba liada en el trabajo, que a la hora de comer hablábamos. ¿Y que hace uno hasta la hora de comer sin existir?


Si llega a ser por la preocupación del funcionario, ahora mismo, seguiría en el limbo de los justos. Al final, por ese asunto tan discutido de existir, resultó que efectivamente sí existía. De milagro y en las últimas ya digo, cuando en el auge del nihilismo de aquel funcionario incrédulo daba yo toda mi existencia por perdida.

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el 19 de septiembre de 2015.

viernes, 18 de septiembre de 2015

¡Santiago y cierra, España!

Domingo 13 de septiembre
Séptima y última etapa: Santiago de Compostela - Valladolid. 

Despertar en Santiago es hacerlo despacio para no tener que irse. El albergue del Seminario Menor cerraba a las nueve y media y son las diez menos cuarto de la mañana. Aquí transcurre todo a otro ritmo, como el paisaje que hemos venido contemplando los días pasados. No hay nadie más en una habitación donde se concentra todo el sol que no vimos ayer. Arkaitz, que peregrinaba desde Navarra, se unió a nosotros algo perdido en el Monte do Gozo ayer y dormía dos camas más allá, se ha ido sin despedirse. Siempre fue un tanto raro; o al menos las doce horas que tratamos con él.

Nos ponemos un vaquero y una camiseta arrugada que venían al fondo de la mochila esperando este día. Al marchar del gran edificio clavado en un alto frente al centro monumental la ciudad se muestra radiante ante nosotros. Hay muchas cosas por hacer hoy. Ir a misa, recoger la Compostela, abrazar al Santo, comer  pulpo y, claro está, beberse algunas botellas de Ribeiro. ¡Qué otra cosa vamos a hacer si no! La Catedral está a rebosar de peregrinos y oriundos. Son apenas las once de la mañana. Durante la acción de gracias de la liturgia vuela el Botafumeiro y saltan flashes y varios “¡¡oooohh!!” con acento de demasiadas nacionalidades como para ubicarlos todos. Toda la historia de España se concentra en este objeto que pendula de un lado a otro ante el asombro del mundo de que no llegue a estrellarse nunca. Al parar su bamboleo e interrumpiendo al sacerdote la gente aplaude y Jorge y yo nos miramos sonriendo y nos decimos aquello de “¡Ay si mi abuela viese esto!”. Al Santo, aunque se le abraza por la espalda, se le percibe una sonrisa que contrasta con aquello de los “hijos del trueno” que Jesús dijo de él y de su hermano Juan.

Para recoger la Compostela hay que hacer una cola del “carallo”, pero vemos con sorpresa que va hábil. Cuando por fin nos toca el turno, cada uno en un mostrador enseñamos nuestras maltrechas credenciales debidamente selladas desde Valladolid. Azorada, una señora grita desde el fondo que han escrito mal su nombre, que no se va hasta que se lo solucionen. “¡Señora, haga el favor, que el nombre aparece en latín!” le espeta un hombre desde detrás del mostrador con paciencia de manual.

Los peregrinos modernos no van faltos de aseo como antiguamente, pero hay a alguno que le vendría bien ducharse más a menudo. El Botafumeiro ya no está disimular el olor en la Catedral.

Bebemos Ribeiro en una terraza como esperando que no pase el tiempo y que no haya que marchar. Santiago tiene el encanto de casas bajas como de pueblo costero y la apariencia de poder asaltarte una historia novelesca en cualquier esquina. Rúas estrechas en cuesta con terrazas donde uno podría vivir de escribir y posar como escritor. Tiene facha literaria esta ciudad. Anoche conocimos a Jacob que venía desde Gerona, nos asegura que no será nuestro último Camino. El acaba de completar el tercero.  

¡Jorge, se nos termina esto! A él tengo que darle las gracias por haberse apuntado a una empresa que retomé precipitadamente. Por marcar el ritmo en alguna cuesta de más cuando yo me daba por rendido con un grito muy de propio del viaje. Llegamos de pasear por el Parque de la Alameda y frente a la Catedral nuevamente gritamos por última vez –sin importar lo que diga el personal– aquello de: “¡Santiago y cierra, España!”

Creo que cada vez me parezco más a mi padre. Como él, intento hablar la lengua del lugar a donde vaya aunque no tenga ni idea. Y se me pega la cadencia final gallega me dice Jorge y hasta siento la morriña de tener que abandonar la tierra. Mirando por la ventanilla del bus que se aleja camino a Valladolid me asalta la saudade de los versos de Rosalía: “Adiós, ríos; adiós, fontes, / adiós, regatos pequenos; / adiós, vista dos meous ollos; non sei cándo nos veremos.”

Hemos hecho el Camino acelerados, casi para Guinnes. Quinientos veinte kilómetros en seis días. Tampoco había más tiempo. Lo hemos saboreado y vivido en cada recodo y en cada cuesta y en cada una de las gentes que hemos conocido.  Hacer el Camino, a fin de cuentas, son unos versos de Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Porque efectivamente viajar hacia Santiago es hablar mucho con uno mismo. “Quien habla solo espera hablar a Dios un día“.

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el lunes 14 de septiembre de 2015

jueves, 17 de septiembre de 2015

Santiago a la vista


Sábado 12 de septiembre.
Sexta etapa: Portomarín - Santiago de Compostela. 

Llevamos casi una semana persiguiendo la meta y hoy la tenemos por fin a la distancia propicia para acometer la última etapa. En ducharnos tardamos nada y al salir a la calle para ver cómo hace, resulta que está orvallando. El bendito “orballo” gallego que empapa hasta los pensamientos. Hemos preguntado al dueño del albergue. “Nada. Para Santiago os quedan apenas ochenta kilómetros”. Google Maps difiere. Son casi ciento diez. Yo pondría a todos los que dan indicaciones a hacer el Camino al menos una vez en la vida.

Portomarín está en lo hondo de un valle y para salir de allí no queda otra que subir rasgando las tripas de las laderas. Es fuerte el desnivel para hacerlo con el estómago adormecido y las piernas somnolientas. Hay atasco en el Camino. ¡Y nosotros pensábamos que salir a las siete es madrugar! Hace un día de perros; pero de perros mojados. Al despuntar el día pensé que, húmedo, el paisaje tenía un color azul ceniza y efectivamente era así. Más allá de Palas del Rei encontramos a los bomberos afanados en extinguir un incendio del que aún coleteaban llamas vivas entre los matorrales.

A seis kilómetros de Melide hemos tenido la primera avería gorda del viaje. Jorge no consigue que los pedales transmitan movimiento a la rueda trasera y lo primero que se nos viene a la cabeza son los demonios del de la tienda donde llevamos a revisar las bicicletas en Valladolid antes del viaje. En verdad venimos acordándonos de él todo el Camino porque las bicis iban tirantes. Nos pegó una “sablada” interesante. “Nada, tranquilo. Lo que te suena son los piñones… ¡Hay que cambiarlos!”. La factura ya fue otra cosa. Creo que voy a necesitar la Indulgencia Plenaria de la peregrinación cuando vuelva a Valladolid.

Cómo la experiencia me dice que estas cosas pasan, lo de tener averías que no se pueden reparar sobre la marcha, le dije a Jorge antes de partir que guardara una cuerda gruesa en la mochila. La atamos desde el sillín de mi bici al manillar de la suya.

-   Vete tocando el freno de vez en cuando. Qué vaya siempre tensa porque como se nos cuele entre las ruedas nos la pegamos.

Y así, uno tirando y el otro contemplando el paisaje a remolque, nos vamos turnando en la bicicleta de arrastre en busca de Melide, con la esperanza de que haya taller de bicicletas.  ¿Qué pensarán los otros peregrinos al ver la escena? Alguno hasta nos hace fotos.

En Melide hacemos “pit stop”. Le contamos la historia al de la tienda y nos dice que no hay más remedio que cambiar la rueda entera, que se ha roto el eje. “Si el que os la miró entendiera algo de bicicletas lo hubiese sabido rápido”. Cada vez me hace más falta esa Indulgencia.

- Deja que lo arregle, Jorge. Después si es muy caro ya veremos cómo hacemos lo del dinero. Si no tenemos pues se queda uno de los dos en prenda, pero hoy llegamos a Santiago, sí o sí.

Y recuperamos algo del buen humor que la falta de sol y Luisito el de las bicicletas nos han quitado. Comemos un bocata de jamón serrano y queso en pan de Ousá, que es húmedo y de color oscuro, mientras nos arreglan la rueda. En total hemos perdido dos horas. A eso de las tres de la tarde pasamos Arzúa y todo comienza a ser más fácil. Ahora Jorge rueda ligero y cómodo como no lo ha hecho en todo el Camino. Después Pedrouzo y ya el Monte do Gozo. Al ver la subida no entendemos de dónde le viene el nombre, pero Santiago está justo al otro lado y subimos con el último aliento en un acto de fe.

Santiago de Compostela. Al fin Santiago. Hay sol y ya no llueve. La señal que anuncia el inicio de la ciudad está desbordada de pegatinas de peregrinos pasados que apenas dejan ver las letras. Entramos por la parte nueva y hay que llegar hasta el fondo para encontrar el casco histórico. Son costanillas escuetas. Las hay más largas pero todas de piedra y de un tono dorado y húmedo. Vamos preguntando para llegar hasta la Plaza del Obradoiro. La Catedral de Santiago ante nosotros. Está tuerta. Tiene cercada una de sus torres de andamios y red azul.

Nos hemos abrazado al llegar aquí. Con las bicicletas y las mochilas en tierra he ido a comprar unas cervezas y escribo esta crónica mientras, sentados en el suelo de la plaza, pasan estudiantes, llegan peregrinos y Santiago es el centro de todo.

Guillermo Garabito

Publicado en ABC CyL el domingo 13 de septiembre de 2015


lunes, 14 de septiembre de 2015

Cela en automovil

Monasterio de Samos (s.VI)
Viernes 11 de septiembre.
Quinta etapa: Hospital – Portomarín.


Hospital está en pendiente, comido entre montañas y bosque. Las lindes las marcan eucaliptos gigantes que perfuman la alborada. Es la primera noche que hemos pasado frío en un albergue. Se notaba que estábamos a una altura considerable.

Por la mañana los albergues son un revuelo de personal que entra y sale de las duchas, carraspea y cruza los dormitorios sin ningún sigilo. En mi casa somos ocho y esto viene a ser lo mismo pero sin la disciplina militar del alto mando, que es mi madre, y eso se nota.

Para llegar al siguiente pueblo hay que subir hasta el Alto do Poio que tras O Cebreiro y San Roque nos sabe a poco. Acto seguido simplemente nos dejamos caer unos diez kilómetros cuesta abajo por una carretera de montaña inclinada y retorcida como un olivo viejo hasta Triacastela. Como siempre a esas horas y a esas velocidades se hielan las fosas nasales. Debe de ir el Santo velando por nosotros para que no nos despeñemos. Vamos con mil ojos pero no se puede evitar girar la cabeza en el descenso embelesados por el paisaje.

Durante el camino hemos aprendido que todo lo que se sube se baja. Es lo que nos gritamos el uno al otro cuando al fondo vemos un repecho nuevo y se nos minan las fuerzas antes de tiempo. Hoy vamos en franca decadencia con relación al buen ritmo de otros días. Puede ser que pasamos por municipios como Samos, donde uno está obligado a echar pie a tierra para maravillarse con el Monasterio de San Julián del siglo VI. Habitado por monjes benedictinos guarda lazos con Valladolid, nuestra Valladolid lejana, pues a partir del siglo XVI la comunidad benedictina que allí habita pertenece a la Congregación de la Observancia de Valladolid. Fue por entonces cuando la Abadía alcanzó su mayor esplendor e importancia histórica.

Desde Sarria hay que subir al valle y mientras escalábamos despacio con las piernas ateridas pasó en dirección contraria un descapotable de época. No era un Rolls Royce pero tenía un aire y su baúl anclado en la parte trasera. Frené en seco y le dije a Jorge que lo conducía Camilo José Cela. Qué era él seguro, ataviado con sombrero y sus orejas prolongadas.
-          ¡Anda vamos a parar ahí a recargar el agua porque estás muy mal!
En realidad el que está mal es él. Se ha levantado con el estómago complejo y pedalea por inercia, con dificultad. Puede que fuese el frío de la noche anterior y los nervios por no llegar a ninguna parte, o sencillamente que acumulamos ya casi trescientos kilómetros desde que empezamos. Con la excusa del estómago de Jorge pedaleamos más despacio, queremos llegar a Portomarín, que en principio era el objetivo a alcanzar para comer, pero finalmente es el lugar escogido para hacer noche. Hay que descasar para coger fuerzas. Mañana pretendemos llegar hasta nuestro destino. Después de Santiago yo quiero ir hasta Padrón, que cae un poco más abajo, a ver la tumba de Cela. Me han dicho que está a la sombra de un árbol; no sé cuál. Quizá sea un madroño o tres, como la columna que escribía para este periódico.

Portomarín lo alcanzamos a eso de las dos de la tarde y cincuenta y muchos kilómetros después. Cruzamos sobre el rio Miño que lo engulle todo. Escribo más temprano que de costumbre y con calma. Descalzo, en una terraza. Bajo el sol que brilla en la Plaza Mayor y viendo cómo llegan y pasan o se quedan las riadas de peregrinos –casi siempre a pie y extranjeros–. Pensamos en enseñar una foto de Ekaterina a alguno para ver si alguien sabe por dónde llega pero al final desechamos la idea. Hemos hecho amistad con un grupo de tres italianas y un argentino en el albergue para irnos de cañas esta noche. Y si se tercia rematar con un orujo para conciliar el sueño.

Río Miño a su paso por Portomarín


Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el sábado 12 de septiembre de 2015.

Un puerto y un naufragio

Recodo de O Cebreiro
Jueves 10 de septiembre.
4a etapa: El Acebo de San Miguel - Hospital. 


Despertarse en El Bierzo es un espectáculo. Lobo, que es el hospitalero de hoy, nos dice que esta temporada ha sido rara. "Han venido muchos peregrinos, pero sin un patrón fijo como otros años".

Pertrechamos las mochilas en la bici, que es la rutina de todos los días y cada vez lo hacemos con más soltura. Cuando pasamos por un bache más pronunciado de lo normal la frase es automática: 

- "¡Revisa mi equipaje!"
- "¡Todo en orden! ¿Y el mío? 

Desde el Acebo a Ponferrada es todo bajada. Y se le hielan a uno las legañas a las ocho de la mañana a esas velocidades. Pasamos por Molinaseca, o Molinavieja. Lleva todo el día bailándome el nombre en la memoria. Pero recuerdo bien que es un pueblo precioso e incómodo para cruzarlo en bicicleta. Con su playa fluvial y su empedrada estampa. Nos tocó parar en Ponferrada en busca de una farmacia. (No sé por qué todas las ciudades tienen que estar en lo más alto... ¡Claro que era interesante para defenderse en la Edad Media! ¡Pero que alguien haga el favor de bajarlas de ahí!) Tengo las rodillas machacadas y otro "bicigrino" me ha recomendado una crema para el dolor. En realidad llevamos todo el camino dopándonos y untándonos ungüentos. Pastillas de magnesio y potasio para las agujetas después de cenar y geles de calor en las rodillas por la mañana. Todas legales,  faltaría más. 

En la etapa de la mañana apuramos León de un trago y vamos pasando pueblos que tienen catedrales por iglesias, como Villafranca del Bierzo. A la hora de comer estamos ya a los pies de O Cebreiro, el tramo del Camino más sufrido. Comemos un bocata y medio cada uno y bebemos un par de cervezas para olvidar lo que nos queda por delante.

Con la primera cuesta nos ahogamos. El peso del equipaje en las bicis nos hace volcar hacia atrás y hay que bajarse y subir a pie. Entramos en Galicia a las duras. En la Galicia de montes de Rosalía de Castro y en sus prados, pero desde O'Cebreiro no hay ninguna gana de cantar sus verdes y sus fuentes. "Jorge, este es el último repecho. Ahí empieza el llano". Y al girar hay más subida y más escarpada si cabe.

Siempre nos emocionamos por la tarde. No podíamos con las piernas en la subida y ya estábamos planeando hacer veinticinco kilómetros más para dormir en Triacastela.

Bajamos volados. No hay flechas en la carretera. ¡No hay flechas por ningún lado! Frenamos derrapando nuestra bajada en picado y preguntamos a un paisano en una huerta si vamos bien para Triacastela. "No hombre, no. Dejasteis el buen camino arriba. Os va a tocar subir de nuevo. Bueno, tirad por ahí hasta Liñares que vais antes". No acabamos de aprender que para hacer el Camino de Santiago sin perderse, sólo puede fiarse uno de las flechas o del Google Maps. Pero fuimos por donde dijo el hombre y seguimos bajando otro trecho entre árboles por un camino de cabras. Al final, como no podía ser de otra manera, encontramos una rampa cuesta arriba. Y se prolongó la escalada y el sol comenzó a ponerse y nosotros nos acongojamos por si nos quedábamos a oscuras. 

Surgió un cartel a lo lejos pero los dos somos miopes y hasta que no estuvimos encima no conseguimos descifrarlo. "Triacastela 24km". ¡Se acabó! Hoy dormimos a la intemperie y yo llevo tan solo un saco sábana.

- Dormimos metidos los dos en tu saco para no helarnos; ¡y esto que no salga de aquí! 
  
Dimos con un pueblecito pequeño y oscuro. Hospital. Entramos en la única casa iluminada que resultó ser el bar del pueblo. Con cara de pena dijimos que nos habíamos perdido que nos conformábamos con el suelo y una esquina para pasar la noche. Muy amablemente nos llevaron hasta el albergue, que era recoleto y nuevo, en lo alto de un prado con vistas al valle y con olor a vacas. 

Mañana seguro que como en los versos de Rosalía "...hay en los / prados escarcha".

Por Guillermo Garabito.

Publicada en ABC CyL el viernes 11 de septiembre de 2015.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Camino del Calvario

Pareja de burros a la entrada de Astorga. G.G.
Miércoles 9 de septiembre.
Tercera etapa: León - El Acebo de San Miguel. 

De León salimos con lo puesto después de desayunar por el precio de la caridad en el albergue. Estaba el cielo mudando cuando recorríamos sus calles buscando la salida. Las grandes ciudades tiene algo de uno mismo que se dejó allí no se sabe exactamente cuándo y lo nota al enfilar una calle pintoresca o se planta ante la catedral. 

Por la mañana hicimos cincuenta kilómetros sin demasiadas prisas. En Astorga, nada más entrar encontramos unos cuantos burros sueltos, a sus asuntos, en un erial; con las orejas largas y de un marrón de terciopelo grueso. Le propuse a Jorge cambiar las bicis por dos pollinos y hacer un viaje literario como los de Cela en Rute, apadrinando burros con Raúl del Pozo. O quizá como Don Quijote y Sancho Panza, pero no nos ponemos de acuerdo en los papeles (no hay ínsula que repartir en esta aventura) y en verdad los burros no nos hacen demasiado caso, siguen pastando. Tiene Astorga  una subida empinada como un ciprés enhiesto hasta el casco histórico. Revisamos presupuesto y estábamos pelados para un cocido maragato. El dinero, siempre el dinero... Al final comimos al sol –como los guiris que también van a Santiago–, en la Plaza Mayor sentados en el suelo. 

A la salida, por la tarde, nos la lió un camarero. Se nos había olvidado sellar las credenciales que es una de esas cosas indispensables para dormir por la noche. Al menos dos sellos cada día para poder entrar en el albergue de peregrinos. Y al pasar junto a un bar donde había otros dos chicos en bici paramos a sellar. Hablando, puesto que pensábamos ir a parar en el mismo pueblo para dormir, decidimos ir juntos. "Yo no pararía en Foncebadón" dijo el camarero que estaba gordo y camino de los cincuenta. "Tiraría hasta El Acebo. Cae 2 kilómetros mas allá, pasando la Cruz de Ferro. ¡Las vistas son lo más bonito del mundo!" Preguntamos por cómo era el terreno hasta allí y dijo que "sin problema", que "un poco de subida en Foncebadón" pero después iríamos veloces y acabaríamos temprano. Así emprendimos la etapa de la tarde con Carlos y Pepe. 

Pasó la tarde y comenzó a inclinarse el ánimo y el terreno. A eso de las seis y medía nos plantamos en lo que es un puerto en toda regla. Y me acordé del camarero y de su "se hace sin problema..." y hasta de su madre. Tiramos para arriba porque la cabra siempre tira al monte y hasta que no coronamos el monte no paramos. Ya en la cima, tras de hora y media pedaleando y las piernas ausentes, topamos con la Cruz de Fierro nada más y nada menos. El punto más alto del Camino Francés. Habíamos ascendido hasta los 1500 metros y allí en un pedestal de piedras y objetos memoriales se levantaba la cruz más famosa de todo el Camino. A la que los peregrinos suben para dejar fotografías y mensajes e incluso las botas, no sé bien con qué  propósito. 

Una vez ya duchado, que es la verdadera resurrección del hombre en estas circunstancias, mientras escribo pienso en que hemos ido camino del Calvario hasta dar con la cruz misma en lo más alto. Allí podrían haber clavado un día un Cristo diminuto, con escalera larguísima para llegar hasta el crucero, que está en la cima  

Cuatro horas después y cuarenta y muchos kilómetros más tarde –más los cincuenta de por la mañana– llegamos a El Acebo, que es el primer pueblo de El Bierzo. Enclaustrado entre verde y riscos. Y desde aquí escribo haciendo malabares para encontrar algo de cobertura con que enviar esta crónica a pedales. 

Bajada desde la Cruz de Fierro. G.G. 

Desde Rusia con amor

Casco histórico de Sahagún (León).
Martes 8 de septiembre.
Segunda etapa: Villalón de Campos - León. 


Muerto Valladolid, a la salida de Villalón con el frío del alba recién estrenada, montarse en la bicicleta tiene algo de calvario con gusto. No duele el culo todavía, no pesa el equipaje de momento. Pesan las horas y la madrugada anterior: porque el albergue estaba muy bien pero el de dos camas más allá roncaba como intentando romperse el alma. Empieza a clarear y me entran ganas de llamar a mi abuela y decirla que tenía toda la razón, que quién nos mandaría meternos esta idea peregrina en la cabeza. 

La hospitalera era inglesa. Una señora de unos setenta, pelo blanco y voz con aire de té puntual a alguna hora concreta de la tarde. Le bailaban algunas palabras en español pero se hacía entender sobradamente. Por la noche tuvo una bronca de lo más entretenida con un peregrino que llegó con su perro. "Dog duerme ahí" explicó señalando el vestíbulo. Con un enfado del quince le decía el señor que el perro también peregrinaba a Santiago, que no podía tratarle así. Y nosotros por detrás, contemplando la escena, no nos molestamos siquiera en contener la risa pensando donde llevaría las credenciales el perro. 

Vamos a Sahagún enteros, ''a rueda tendida" dice un paisano que va por el camino. "Guardad fuerzas que no llegáis a Santiago". No hablamos y solamente pedaleamos. Intento escribir mentalmente mientras pedaleo por optimizar el tiempo pero se ve que no puedo hacer dos cosas a la vez. Es en las bajadas cuando creo que me vienen leves ideas de una crónica genial que se esfuman, claro, con el siguiente esfuerzo. Pero en comparación con lo que está por venir vamos por la Castilla más llana y bruñida que cabe. 

Al fin Sahagún; el Camino Francés. Sahagún está vacío. Entramos en un bar donde no queda nada, pero ya nos hemos sentado y no vamos a levantarnos otra vez. Hay una tortilla grande recién hecha. "¡Ponga media! ¡No se corte!". Por la tarde las etapas pesan menos, incluso haciendo más calor, pero nos gusta lo difícil y nos motivamos y vamos pasando pueblos y terruños de los que se nos graba la espadaña de su iglesia en la retina. 

Es curiosa la provincia de León con su esplendor antiguo de reino y polvo. Hay tramos que se mezcla con Palencia y se pierde uno pero al final vuelve a encontrar las flechas amarillas. Antes de entrar a El Burgo Ranero vimos a una rubia con bandera rusa en la mochila, caminaba con paso rápido de piernas largas. 

       - Paramos ahí delante y nos hacemos los perdidos, eh. 


Y esperamos haciéndonos alguna foto a la entrada del pueblo hasta que apareció la chica. Al vernos nos pidió que la hiciéramos una a ella, "please". Compartimos agua y barritas energéticas mientras nos contaba que el Camino lo está haciendo por convicciones religiosas –aprovechando sus vacaciones–. Por qué si no se va a hacer... Al seguir hacia Mansilla de las Mulas Jorge y yo nos lamentamos por primera vez de estar haciendo el camino en bicicleta, incluso habríamos tragado de buen grado con las ampollas de los pies. Por un momento pensé en llevar a Ekaterina montada sobre el manillar de la bicicleta. Después dijo que prefería seguir a su ritmo, a pie. Contrariados llegamos llaneando hasta León. Nos perdimos por el camino y sepa el lector que no es cosa fácil. Al final fueron noventa y muchos kilómetros. En la plaza de San Francisco había ambiente de copas.

Por Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el miércoles 9 de septiembre de 2015

Buen Camino

Lunes 7 de septiembre.
Primera etapa: Valladolid - Villalón de Campos. 

De casa uno parte como si se fuera por meses a la mili y la madre le besa, le rebesa y repite mil veces que tengas cuidado, que si lleva el casco y no sé cuántas cosa más. La abuela por detrás se pregunta en voz alta que quien nos mandará meternos en estas aventuras, pero Jorge y yo llevamos hablando tres días seguidos nada más que de esto y sólo tenemos ganas de vernos encima de las bicicletas y empezar el Camino a Santiago. 

Planificamos en tres días, que en verdad es como se planifica todo en la vida; cuando nos mentalizamos de que la cosa va adelante. La noche del domingo nos acostamos a las cuatro de la madrugada tras revisar frenos, arreglar un pinchazo en parado y algunos detalles más. He de decir que soy experto en pinchar en seco. Hace años a punto de empezar el Camino en Frómista, nada más bajarme del tren, había pinchado la rueda delantera, eso si, con mucho estilo como vera el lector. Por eso en esta ocasión decidí partir desde la puerta de casa, porque uno ya no puede fiarse ni de los imprevistos en los trenes. 

A las diez de la mañana salíamos de la plaza de Poniente camino de Villalón, que está donde empieza a temblarle el pulso a la provincia. Al fondo y en las últimas. Mientras escalamos 
por Zaratán camino de Wamba, las faldas de los Montes Torozos, nos preguntamos si así será O Cebreiro.   

- ¿Esto es todo? ¡Estamos fuertes, Jorge! El puerto de O' Cebreiro lo coronamos mañana mismo. 

La paramera es familiar y cansa. Es lo de siempre camino de La Mudarra pero más lento. Se aprecia el paisaje, en coche se mira pero se ve poco. Nos fijamos en que las encinas son una obra de arquitectura perfecta, cada una a su aire. Donde se le abre primero la boca a Tierra de Campos, por donde se desparraman los Torozos, bajamos fuerte. Espiga al fondo una giralda castellana. Santa María de Mediavilla en lontananza. 

El Canal de Castilla esta verde, pero después de unos kilómetros uno empieza a ver el agua con otros ojos. 

- ¡Si en verdad la mierda pesa! ¡Baja al fondo! Si sólo bebemos de la superficie...

Ya O Cebreiro se ve más lejos, un poco más alto. De Santiago no hablamos. 

Atravesada en canal la provincia son sólo chopos solitarios y tapiales que suplican una mirada, o derrumbarse de una santa vez. Con el calor último del verano no quedan ni rebaños en las llanuras. Por el camino nos encontramos con pocos peregrinos; dos andando en el total de la etapa y van despacio, a pie. "Hemos salido esta mañana de Medina de Rioseco. A Santiago llegaremos cuando sea, lo iremos viendo". Les dejamos atrás al grito de "Buen Camino" que es lo que nos han explicado que hay que decir cuando te cruzas con un peregrino. Normas no escritas del Camino. 

Al final llegamos a Villalón de Campos. En la Plaza Mayor hay ambiente y resaca de fiestas y junto al Rollo, la única justicia hoy la imparte un sol alto y claro.

A uno le gustaría escribir estas crónicas con algo más de literatura y lírica, dejarse el alma y la vida como en cada artículo, pero después de ochenta y tantos kilómetros el descanso llama. Mañana hay que levantarse a las seis y media. El albergue cierra a las ocho de la mañana. 

Por Guillermo Garabito.

Publicado en ABC CyL el 8 de septiembre de 2015.


Septiembre en volandas

El verano es la ilusión de un amor… o de muchos. Y septiembre llega inesperado y familiar. Septiembre es el eterno retorno de septiembre. Van erigiéndose casetas por las calles mientras la ciudad toma conciencia de sí misma nuevamente.  Este tiempo atrás no ha pasado nada y ha pasado todo, porque todo puede resumirse verano.

De las fiestas hay que huir; el primer día ante todo. No puede salir uno a la calle sin que algún crío, morado de alcohol, le manche y continúe como si nada. El modelo de las fiestas debería renovarse o morir. Son lo de siempre y siempre gustan –dos días porque el bolsillo se resiente–. Y el botellón en las Moreras con basura por doquier está pasado de moda. Las ferias son monotonía de hábitos y de gente.

Por los pueblos en fiestas de la provincia corren astados que “entre los cuernos, colgando / llevan muerte y llevan duelo”. Y corren también, demasiados insensatos envalentonados que, sin reparar en el peligro, se ponen delante del toro y muchos terminan dando gracias de acabar tan sólo en volandas como pañuelos blancos y no muertos. En Valladolid el cartel taurino para las fiestas no podía ser mejor. La nueva corporación municipal dice que no prohibirá los toros –¡faltaría más!–. Se lavó las manos y capeo el asunto.

Del nuevo alcalde los hay que dicen que muy mal y lo decían incluso antes de que llegara. Y los hay que viven tranquilos y en espera porque no ha tenido tiempo de mucho. Al menos este verano nos hemos ahorrado titulares en la prensa nacional, que no es poco. De los concejales, Presencio, que le cogió afición al cargo, sigue a lo suyo. Pide perdón pero no se va, que es como decir: lo siento por nada. Entre tanto la dirección nacional de Ciudadanos sigue de vacaciones.

Se abre un curso nuevo en lontananza con elecciones en Cataluña y unas Generales para las que Rajoy mira etapas del Camino de Santiago –que pueda recorrer entre mitin y mitin– con idea de encomendarse al Santo. Se fue a Berlín a consultar al oráculo. A decir que tiene los deberes hechos.

Bicicletas aparcadas. Las bicicletas son para el verano. Ido el verano queda septiembre. Septiembre es la resaca  de la nada. 

Guillermo Garabito. 

Publicado en El Día de Valladolid el miércoles 2 de septiembre de 2015