La
Universidad Complutense de Madrid desprende olor a muerte y putrefacción, como
si allí yaciese funestamente la razón. En las entrañas profundísimas de su
ser, donde el sentido común no alcanza y la razón no se atreve, se han
descubierto hacinados los cuerpos de aquellos que, de buena fe, donaron su
cadáver a la ciencia. Y hoy, algunos, cinco años más tarde, se pudren
ultrajados y abandonados de toda humanidad y respeto en un sótano, que es la
fosa común donde los apilaron con otros dos centenares sin miramientos y sin expectativas.
Se
escuchaban cosas sobre la falta de respeto hacia los cadáveres donados y aun
con todo, en los últimos años, ha crecido el número de personas que toman esta decisión
en pro de la ciencia. Suele ser en los sótanos donde se guardan las vergüenzas
inconfesables y las cosas inservibles de la vida, pero nadie podría imaginar la
torpe y desinteresada crueldad de esta pervertida estampa. Parece increíble que
en la España de hoy, que en la Europa del siglo XXI, en una universidad, se
lleven a cabo estos despropósitos. Cualquiera podría confundir la crudeza de
las imágenes, con lo ocurrido en los campos de concentración de la Segunda
Guerra Mundial.
España
no es país de dimisiones ni responsabilidades, pero en este caso debería ser la
máxima autoridad de la universidad, el rector, quien, con conocimiento de causa o sin él, dimitiese
abochornado por su responsabilidad última en esta atrocidad. Porque cumplidas
las obligaciones de la vida y el deber de morirse, que menos que muerto uno, se
respeten sus derechos.