La
Universidad Complutense de Madrid desprende olor a muerte y putrefacción, como
si allí yaciese funestamente la razón. En las entrañas profundísimas de su
ser, donde el sentido común no alcanza y la razón no se atreve, se han
descubierto hacinados los cuerpos de aquellos que, de buena fe, donaron su
cadáver a la ciencia. Y hoy, algunos, cinco años más tarde, se pudren
ultrajados y abandonados de toda humanidad y respeto en un sótano, que es la
fosa común donde los apilaron con otros dos centenares sin miramientos y sin expectativas.

España
no es país de dimisiones ni responsabilidades, pero en este caso debería ser la
máxima autoridad de la universidad, el rector, quien, con conocimiento de causa o sin él, dimitiese
abochornado por su responsabilidad última en esta atrocidad. Porque cumplidas
las obligaciones de la vida y el deber de morirse, que menos que muerto uno, se
respeten sus derechos.