Algún
día indeterminado, en una tarde de una estación que hoy no recuerdo y rumbo a
un quehacer concreto, ahora poco importante, caminaba con un buen amigo bajando
el lateral de las lindes últimas de la catedral pinciana. Hablando de la ciudad
surgió la idea, quizás premeditada, de que el herreriano templo, iglesia mayor
de la urbe, era fiel reflejo de la ciudad en su conjunto. O quizá fuese la
ciudad vallisoletana de hoy, reflejo irremediable de la inacabada y añosa
catedral de la que somos legatarios.
De
la ciudad se escapan aquellos que buscan el éxito mayor y se van a la jungla
capital. Allí unos mueren olvidados entre cemento y vidas que no cesan y otros,
por suertes y mérito, consiguen el éxito de pervivir al olvido y al paso de las
modas. Porque Valladolid es una ciudad agradecida solo a medias.
La
ciudad del Pisuerga y la Esgueva, es una patria partida por la mitad del ser o no ser.
Del soñar con ser una de las grandes ciudades españolas, europea y del mundo,
en tanto se mide por el patrón de las pequeñas, modestas y provincianas. Que
nada tienen estas últimas de malo, cuando no guardan la ridícula expectativa de
ser titánicas metrópolis o que así las
vean los demás. Pero al final, pese a
todo y gracias a ello, Valladolid es ciudad. Ciudad histórica, conventual y
mística, noble e hidalga, contemporánea, aburguesada y trabajadora. Lares donde
el nacer es gesto presumible y vivir, tranquilidad. Quizás la virtud de
Valladolid sea esta, la de ser tanto siendo solo la mitad, el estar a medias y
dar pie a que su otra mitad, la de su estética, la de su ser último y
verdadero, estén aún por escribir.
Guillermo Garabito
La Razón, Marzo 2014
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