
Es curioso como al entrar, se me
vino airado todo aquello que hasta entonces había leído de tan tratado lugar.
Páginas desordenadas, pero aún nítidas, se hicieron arrebol en mi memoria y
César González Ruano, Camilo José Cela, Francisco Umbral y su libro, desbordaban
aquella estancia que en realidad es más pequeña de lo que en los libros pintaron.
Descrita por la pluma, se le hace a uno, al menos a mí, un espacio velado de
luces tenues en algún punto inexacto del céntrico Madrid sin tiempo, más grande
que en verdad, más alargado que ancho, como con un toque lánguido y de una fama
usada y perpetua.
Como el Gijón en Madrid, en
Valladolid tenemos algún café con regusto literario de corte elegante y a la
antigua, como el Lion D’or, con espejos en los que se quedan y a la vez se reflejaban las prendidas siluetas
de ayer. Al entrar, uno entiende la realidad de que lo único que tiene de todos
aquellos ilustres que lo han frecuentado, es el café con leche que tomaba Ruano
acompañado de pastillas, o la bollería y la historia de miradas y literatura
que reflejan sus cristales abiertos curiosos, como ojos incansables, al tiempo
de la Castellana.
Decía Umbral que Madrid lo habían
hecho ‘’entre Carlos III, Sabatini y un albañil de Jaén, que era el que se lo
curraba’’, empero yo opino que el Café Gijón, es un reducto del Madrid que se
hizo gracias a los escritores que sembraron entorno a él un poético vendaval de
anécdotas y leyendas.
Guillermo Garabito.
Publicado en El Día de Valladolid en marzo de 2014.
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