Antes
de la guerra el Pombo de Gómez de la Serna, después el Café Gijón. En el siglo
XXI los bares de estar, beber e improvisar noches con arte y amigos. Siempre ha
habido puntos que concentran todos los puntos; una suerte de eterno retorno.
Quiso la casualidad que nuestra tertulia llevara el nombre de aquella niña de
Roal Dahl que movía libros con la mente: Matilda.
Escribo
hoy, amortajado mayo, de personas y de tertulias porque la política estos días
lo engulle todo. Entre pronósticos de pactos, escrutinios y “tertuliajos”,
andamos saturados y me fijo en que no se conversa; que es un arte. Se habla únicamente
por Whats App. El Whats App lo ha matado todo, sin dramatismos,
con sus grupos y su “¡brrrrr!” inagotable que se clava muy adentro. Todo es
decir más que ninguno y nadie sabe escuchar ya. La gente tiene necesidad de
hablar y se nota cuando unos se van uniendo a las conversaciones de los otros. “Digo…
/ lo que me dejan. / Pido la paz y la palabra”.
Montaban
los poetas sus tertulias de tarde en tarde y Umbral se paseaba de una a otra,
fuera la hora que fuese, con su vaso de leche. Novísimamente demodé,
recuperamos el coñac y los versos de Ángel González. Decían que el 98 era un
invento de Azorín y nosotros nos inventamos el Matilda –que ya estaba allí– y el
local nos acogió para hablar de libros y de música y de chicas porque, al fin y
al cabo, todo es literatura.
Tener
una silla en el Matilda no es como tener un sillón en la Real Academia –que decían
del Gijón–, es otra cosa. Como tener asiento en el salón de una casa bohemia al
que escaparse cuando la ciudad se vuelve cemento y urbe. Es cierto que la
botella vino por encargo, que el tiempo es relativo y que hay ratos de invierno
más largos que muchas tardes de verano.
Guillermo Garabito.
Publicado en ABC el 29 de mayo de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario