El desayuno (1874). Claude Monet |
Me preguntó hace tiempo una chica,
mientras yo intentaba ligar con ella caballerosamente, cual era mi estación del
año preferida y me dejó desconcertado. Habría preferido que me preguntase por
mis exnovias, qué es una pregunta para la que uno se pasa la vida entrenando.
En realidad nunca había pensado que las estaciones fuesen tema de conversación
para una cita si ésta no transcurría en un ascensor.
Los otoños son mejores que los veranos
en La Mudarra. Eso me dijo un vecino un día de julio que amaneció nublado y sin
pretensiones. En realidad nunca me ha convencido el otoño, es apenas una
prolongación lo inevitable. Algo así como un tiempo muerto hasta el invierno
donde las casas ni se enfrían ni se calientan; vive uno permanentemente
destemplado con los pies fríos y alguna capa de ropa de más. Siempre hay un
catarro rondando.
Qué el otoño no me gusta es asunto que
confieso sin pudor. Pero salen días luminosos de esos que dan para tomar el
aperitivo en el jardín, e incluso para comer y echar la tarde. Y el aspecto del
jardín ya es otro. Como una “Belle Époque” a la castellana. Sin nenúfares pero
con chopos. El otoño en La Mudarra tiene algo de pintura de Monet los días
claros; porque Monet pintaba estanques y nenúfares y señoras con sombrilla en
mañanas otoñales porque nunca conoció Castilla.
El otoño en La Mudarra es una escena de
diario. Felipe, mi vecino de dos casas más abajo, buscando el sol por las
esquinas. Como para asegurarse de que alumbra las horas convenidas cada día,
apoyado hasta la hora de comer sobre el muro de mi casa. Y visto con
perspectiva parece que la estuviera sujetando él sólo para que no se vuele en
una racha de aire más fuerte que otra. Después se va mimetizando con las
piedras hasta que le entra el hambre y así todos los días.
Por aquí se nota que se hace invierno
cuando el cielo comienza a vencerse poco a poco cada día. Los otoños salen
buenos porque el proceso es lento. Ya decía Delibes que si el cielo de Castilla
es alto es porque lo habrán levantado los campesinos de tanto mirarlo. Y esa
altura que le dan día a día los que trabajan la tierra durante todo el año,
permite unos otoños calmados.
Con las estaciones uno nunca está
conforme. Yo las habría configurado de otra manera. El otoño lo habría quitado,
le habría dado algún día más al verano –pero a julio; agosto nunca me
entusiasmó en exceso– y la primavera… ¡ay la primavera! La prolongaría
únicamente los años que viene con novia. Esto, por otro lado, es un asunto muy
español. No la primavera, ni los amores, sino el decir de algo que uno lo
habría hecho de otra manera. Aunque secretamente agradecemos que nos viniesen
dadas. A mí me ocurriría con los meses lo mismo que en una primera cita:
- ¿Qué
estación quieres?
- Me
da igual. ¡Elige tú!
- No,
elige tu…
Y al final ni estaciones, ni cita.
El otoño era la época perfecta para leer
libros, recluirse en casa y prender la chimenea. Pero nadie explica que la
chimenea hay que alimentarla para que siga ardiendo y que tira demasiado
rápido. No lee uno dos páginas seguidas y ya está chisporroteando el
fuego necesitado de otro tronco. También llegaron los móviles y la cobertura a
los pueblos y fastidiaron el invento.
“¿Y qué estación prefieres? Si no te
aclaras” Te diría que prefiero el invierno. El problema es que ya no nieva. De
esas nevadas que cuajan y se hunden los tobillos al caminar. De las que acaba
uno hasta las narices pasado lo romántico de la escena, que son los cuatro
primeros copos. En invierno los días claros, decía Corral Castanedo, que
podían verse los Picos de Europa desde aquí arriba, por donde va a morir la
paramera en Coruñeses.
“¿Pero alguna estación te gustará?,
decídete.” Me gustan los días sueltos. Lo de etiquetarlos por estaciones es una
cursilería cada vez menos eficiente. Con el calentamiento global va a acabar
uno sin saber si se levanta en enero o a mediados de julio.
Guillermo Garabito.
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