jueves, 3 de marzo de 2016

El arte de estar acatarrado

Este invierno tardío… Me gusta escribir los días claros, con la temperatura suave y los pies templados. Con los pies fríos no se escribe bien. Y los lirismos son menos lirismos; como estalactitas que no acaban de escurrir. Me despierto con cuatro copos cayendo que no terminan de cuajar. En Valladolid siempre se espera una nevada que no llega. Lo que si viene es el río sonando, tapándole los ojos al puente de Simancas para no ver el frío de estos días. Pero qué clase de invento es este. ¡Creo que me he acatarrado! También tardíamente, claro está. 

Estar acatarrado es un arte con el que se convive por estas latitudes durante tres o cuatro meses al año. Incluso un arte llevado a los teatros y auditorios donde lo único que se escucha durante las representaciones son los estornudos y las toses en el patio de butacas. El resfriado, un principio de anginas o en general cualquier principio de todo, lo atajaba yo tomándome antes de irme a la cama un vaso de leche caliente con un chorro de coñac. Ni generoso ni escaso. Pero ahora me he quedado sin coñac y se ha venido el resfriado y el dolor de garganta de golpe. El remedio me lo dio un amigo y lo empecé a usar porque me aseguró que funcionaba. Él, a su vez, lo había heredado de su abuelo. Lo que dicen los abuelos siempre tiene algo de verdad y de sabiduría ancestral. Sería esta la manera licenciosa de alterar la antigua receta que recomendaba tan sólo una cucharada de miel.

Yo, como Schopenhauer y sus obras “El arte de insultar” o “El arte de tener razón”, algún día escribiré un tratado castellano, una obra en defensa de lo nuestro que es el frío por estas fechas, bajo el título El arte de estar acatarrado.


El mismo amigo me contó más tarde que se comía los trozos de las cuñas de queso en los que asomaba el moho en vez de tirarlos, que era su manera de prevenir catarros. Por eso de la penicilina proveniente de un hongo o no sé qué razón me dio. Pero ya aquí no le hice caso.  Y cuento que esto último yo no lo he probado no para que no piense usted mal de mis gustos culinarios, querido lector, sino para que mi madre se quede tranquila. Tantos años repitiéndome la frase: “¿Y si tus amigos se tiran por un puente tú también te tiras? Que vea al menos que algo de sensatez cuajó al fin. 

Por Guillermo Garabito. 

Publicado en El Día de Valladolid el 17 de febrero de 2016.

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