viernes, 18 de septiembre de 2015

¡Santiago y cierra, España!

Domingo 13 de septiembre
Séptima y última etapa: Santiago de Compostela - Valladolid. 

Despertar en Santiago es hacerlo despacio para no tener que irse. El albergue del Seminario Menor cerraba a las nueve y media y son las diez menos cuarto de la mañana. Aquí transcurre todo a otro ritmo, como el paisaje que hemos venido contemplando los días pasados. No hay nadie más en una habitación donde se concentra todo el sol que no vimos ayer. Arkaitz, que peregrinaba desde Navarra, se unió a nosotros algo perdido en el Monte do Gozo ayer y dormía dos camas más allá, se ha ido sin despedirse. Siempre fue un tanto raro; o al menos las doce horas que tratamos con él.

Nos ponemos un vaquero y una camiseta arrugada que venían al fondo de la mochila esperando este día. Al marchar del gran edificio clavado en un alto frente al centro monumental la ciudad se muestra radiante ante nosotros. Hay muchas cosas por hacer hoy. Ir a misa, recoger la Compostela, abrazar al Santo, comer  pulpo y, claro está, beberse algunas botellas de Ribeiro. ¡Qué otra cosa vamos a hacer si no! La Catedral está a rebosar de peregrinos y oriundos. Son apenas las once de la mañana. Durante la acción de gracias de la liturgia vuela el Botafumeiro y saltan flashes y varios “¡¡oooohh!!” con acento de demasiadas nacionalidades como para ubicarlos todos. Toda la historia de España se concentra en este objeto que pendula de un lado a otro ante el asombro del mundo de que no llegue a estrellarse nunca. Al parar su bamboleo e interrumpiendo al sacerdote la gente aplaude y Jorge y yo nos miramos sonriendo y nos decimos aquello de “¡Ay si mi abuela viese esto!”. Al Santo, aunque se le abraza por la espalda, se le percibe una sonrisa que contrasta con aquello de los “hijos del trueno” que Jesús dijo de él y de su hermano Juan.

Para recoger la Compostela hay que hacer una cola del “carallo”, pero vemos con sorpresa que va hábil. Cuando por fin nos toca el turno, cada uno en un mostrador enseñamos nuestras maltrechas credenciales debidamente selladas desde Valladolid. Azorada, una señora grita desde el fondo que han escrito mal su nombre, que no se va hasta que se lo solucionen. “¡Señora, haga el favor, que el nombre aparece en latín!” le espeta un hombre desde detrás del mostrador con paciencia de manual.

Los peregrinos modernos no van faltos de aseo como antiguamente, pero hay a alguno que le vendría bien ducharse más a menudo. El Botafumeiro ya no está disimular el olor en la Catedral.

Bebemos Ribeiro en una terraza como esperando que no pase el tiempo y que no haya que marchar. Santiago tiene el encanto de casas bajas como de pueblo costero y la apariencia de poder asaltarte una historia novelesca en cualquier esquina. Rúas estrechas en cuesta con terrazas donde uno podría vivir de escribir y posar como escritor. Tiene facha literaria esta ciudad. Anoche conocimos a Jacob que venía desde Gerona, nos asegura que no será nuestro último Camino. El acaba de completar el tercero.  

¡Jorge, se nos termina esto! A él tengo que darle las gracias por haberse apuntado a una empresa que retomé precipitadamente. Por marcar el ritmo en alguna cuesta de más cuando yo me daba por rendido con un grito muy de propio del viaje. Llegamos de pasear por el Parque de la Alameda y frente a la Catedral nuevamente gritamos por última vez –sin importar lo que diga el personal– aquello de: “¡Santiago y cierra, España!”

Creo que cada vez me parezco más a mi padre. Como él, intento hablar la lengua del lugar a donde vaya aunque no tenga ni idea. Y se me pega la cadencia final gallega me dice Jorge y hasta siento la morriña de tener que abandonar la tierra. Mirando por la ventanilla del bus que se aleja camino a Valladolid me asalta la saudade de los versos de Rosalía: “Adiós, ríos; adiós, fontes, / adiós, regatos pequenos; / adiós, vista dos meous ollos; non sei cándo nos veremos.”

Hemos hecho el Camino acelerados, casi para Guinnes. Quinientos veinte kilómetros en seis días. Tampoco había más tiempo. Lo hemos saboreado y vivido en cada recodo y en cada cuesta y en cada una de las gentes que hemos conocido.  Hacer el Camino, a fin de cuentas, son unos versos de Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Porque efectivamente viajar hacia Santiago es hablar mucho con uno mismo. “Quien habla solo espera hablar a Dios un día“.

Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el lunes 14 de septiembre de 2015

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