lunes, 14 de septiembre de 2015

Cela en automovil

Monasterio de Samos (s.VI)
Viernes 11 de septiembre.
Quinta etapa: Hospital – Portomarín.


Hospital está en pendiente, comido entre montañas y bosque. Las lindes las marcan eucaliptos gigantes que perfuman la alborada. Es la primera noche que hemos pasado frío en un albergue. Se notaba que estábamos a una altura considerable.

Por la mañana los albergues son un revuelo de personal que entra y sale de las duchas, carraspea y cruza los dormitorios sin ningún sigilo. En mi casa somos ocho y esto viene a ser lo mismo pero sin la disciplina militar del alto mando, que es mi madre, y eso se nota.

Para llegar al siguiente pueblo hay que subir hasta el Alto do Poio que tras O Cebreiro y San Roque nos sabe a poco. Acto seguido simplemente nos dejamos caer unos diez kilómetros cuesta abajo por una carretera de montaña inclinada y retorcida como un olivo viejo hasta Triacastela. Como siempre a esas horas y a esas velocidades se hielan las fosas nasales. Debe de ir el Santo velando por nosotros para que no nos despeñemos. Vamos con mil ojos pero no se puede evitar girar la cabeza en el descenso embelesados por el paisaje.

Durante el camino hemos aprendido que todo lo que se sube se baja. Es lo que nos gritamos el uno al otro cuando al fondo vemos un repecho nuevo y se nos minan las fuerzas antes de tiempo. Hoy vamos en franca decadencia con relación al buen ritmo de otros días. Puede ser que pasamos por municipios como Samos, donde uno está obligado a echar pie a tierra para maravillarse con el Monasterio de San Julián del siglo VI. Habitado por monjes benedictinos guarda lazos con Valladolid, nuestra Valladolid lejana, pues a partir del siglo XVI la comunidad benedictina que allí habita pertenece a la Congregación de la Observancia de Valladolid. Fue por entonces cuando la Abadía alcanzó su mayor esplendor e importancia histórica.

Desde Sarria hay que subir al valle y mientras escalábamos despacio con las piernas ateridas pasó en dirección contraria un descapotable de época. No era un Rolls Royce pero tenía un aire y su baúl anclado en la parte trasera. Frené en seco y le dije a Jorge que lo conducía Camilo José Cela. Qué era él seguro, ataviado con sombrero y sus orejas prolongadas.
-          ¡Anda vamos a parar ahí a recargar el agua porque estás muy mal!
En realidad el que está mal es él. Se ha levantado con el estómago complejo y pedalea por inercia, con dificultad. Puede que fuese el frío de la noche anterior y los nervios por no llegar a ninguna parte, o sencillamente que acumulamos ya casi trescientos kilómetros desde que empezamos. Con la excusa del estómago de Jorge pedaleamos más despacio, queremos llegar a Portomarín, que en principio era el objetivo a alcanzar para comer, pero finalmente es el lugar escogido para hacer noche. Hay que descasar para coger fuerzas. Mañana pretendemos llegar hasta nuestro destino. Después de Santiago yo quiero ir hasta Padrón, que cae un poco más abajo, a ver la tumba de Cela. Me han dicho que está a la sombra de un árbol; no sé cuál. Quizá sea un madroño o tres, como la columna que escribía para este periódico.

Portomarín lo alcanzamos a eso de las dos de la tarde y cincuenta y muchos kilómetros después. Cruzamos sobre el rio Miño que lo engulle todo. Escribo más temprano que de costumbre y con calma. Descalzo, en una terraza. Bajo el sol que brilla en la Plaza Mayor y viendo cómo llegan y pasan o se quedan las riadas de peregrinos –casi siempre a pie y extranjeros–. Pensamos en enseñar una foto de Ekaterina a alguno para ver si alguien sabe por dónde llega pero al final desechamos la idea. Hemos hecho amistad con un grupo de tres italianas y un argentino en el albergue para irnos de cañas esta noche. Y si se tercia rematar con un orujo para conciliar el sueño.

Río Miño a su paso por Portomarín


Guillermo Garabito. 

Publicado en ABC CyL el sábado 12 de septiembre de 2015.

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