Se levanta uno por la mañana y no existe. Con esa
facilidad.
Iba yo a solicitar el número de la Seguridad Social cuando,
al buscar en su sistema, el funcionario me dice que no estoy. Imagínese la
sorpresa. “¡Pues usted no existe!” Y ya está. De sopetón no sabe uno que pensar
o que hacer y a qué atenerse. Pero, más todavía que el no existir, me inquietó
el cuajo con el que lo aireó el funcionario, como si fuese aquello lo más
normal del mundo.
Debería existir asociación para los no existentes;
reuniones periódicas con asesoramiento legal o simplemente para superar el
trauma del primer momento.
“Si nunca he tenido ningún problema de estos”, me disculpé.
“Ya, pues no sabría decirle exactamente. Ve, aquí tenía que salir su cara y no
aparece”, insistía el hombre. Qué cosa tan extravagante esta de la no
existencia. Yo que siempre quise ser estraperlista, ladrón de bancos o así, me
delaté antes de empezar con el oficio. Tenía en bandeja no dejar rastro, pero
se ve que no valgo. “Es que usted no existe”, repetía. ¡Pero como no voy a
existir, si llevo esperando dos horas ahí sentado! Toque, le decía
extendiéndole el brazo. No sé, pulse alguna tecla… haga algo.
Como Sartre, padre del existencialismo, este funcionario
escéptico, de jueves por la mañana, se había convertido en el precursor del
inexistencialismo.
Con cierto susto por lo grotesco
llamé por teléfono: “Madre, que no existo; lo asegura un funcionario” pero ella
me colgó diciendo que estaba liada en el trabajo, que a la hora de comer
hablábamos. ¿Y que hace uno hasta la hora de comer sin existir?
Si llega a ser por la preocupación del funcionario, ahora
mismo, seguiría en el limbo de los justos. Al final, por ese asunto tan
discutido de existir, resultó que efectivamente sí existía. De milagro y en las
últimas ya digo, cuando en el auge del nihilismo de aquel funcionario incrédulo
daba yo toda mi existencia por perdida.
Guillermo Garabito.
Publicado en ABC CyL el 19 de septiembre de 2015.
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